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Teresa Cabarrús (1773-1835)

Me llamo Teresa Cabarrús y, aunque fui un figura de importancia en la Francia durante la Revolución francesa y en los años posteriores, mucha gente desconoce mi historia.


Juventud; entre España y Francia.

Vine al mundo un 31 de julio de 1773 en Madrid, en Carabanchel Alto, en lo que hoy es el barrio de Buenavista. Mi padre era Francisco Cabarrús, financiero y alto funcionario español de origen francés, a la sazón Conde de Cabarrús y Vizconde Rambouillet. Mi madre era María Antonia Galabert, hija de un industrial francés establecido en España. Tenía dos hermanos más pequeños que yo: Domingo Vicente y Francisco

Mis hermanos y yo crecimos en un ambiente acomodado. Sin embargo, la posición de nuestros progenitores les impidió dedicar mucho tiempo a nuestra crianza; nuestro padre estaba volcado en sus negocios y nuestra madre, en socializar con las otras damas de la alta sociedad. Suplieron esa ausencia primero con nodrizas y luego con preceptores que nos instruyeron en francés, italiano, latín, matemáticas y dibujo; materias propias de los hijos de clase acomodada y que nos abriría las puertas más allá de las fronteras españolas. 

Con cinco años pisé Francia por primera vez y los años posteriores los pasé dando tumbo por sus conventos, enclaustrada con las monjas. Regresé a casa en 1785, con la mala suerte de llamar la atención de un tío mío, hermano de mi madre, que solicitó audiencia con mi padre para pedirme en matrimonio. Yo tenía sólo 12 años en ese momento. La petición causó una honda conmoción en mi familia, la cual me embarcó un nuevo viaje a Francia para perfeccionar mi educación y, de paso, adentrarme en los más altos círculos sociales de París, esquivando así el atajo de admiradores españoles poco o nada recomendables. 

Aterricé en París en el verano de 1785, acompañada de mi madre y de mis dos hermanos. Permanecimos juntos unos meses, hasta que mi madre regresó a Madrid dejándome al cuidado de madame Boisgeloup, esposa de un consejero del rey Luis XVI en el Parlamento. Ella me abrió las puertas de los salones de moda y me permitió entrar en contacto con la aristocracia francesa; mi belleza e ingenio hicieron el resto. Pronto no había velada capitalina a la que no asistiese.

En aquel ambiente de fiesta y lujo conocí al gran amor de mi vida: Alexandre de Laborde, hijo del marqués Jean-Joseph de Laborde. En él deposité yo todos mis afectos y me sentí dichosa cuando me confirmó que eran de sobra correspondidos. Hablamos incluso de casarnos. Sin embargo, el marqués consideró que yo era poca cosa para su hijo, motivo por el que se lo llevó a Viena y acabó enrolado en el ejército del emperador José II, hermano de la reina Maria Antonieta. Consciente de que lo había perdido para siempre, nuestra separación me hundió en la más oscura de la tristezas.  

Mi padre, quizás depositando su fe en la creencia popular que asegura que la mancha de una mora con otra verde se quita, quizás desconfiando de mi criterio para elegir marido, intervino entonces para negociar mi futuro casamiento. Pues bien, de todos los hombres casaderos que poblaban Francia en aquel instante, mi padre optó por Jean-Jacques Devin de Fontenay, al que le echó el ojo por ser descendiente de la familia Lecoulteux. Esto no era asunto baladí, ya que nuestro enlace favorecería a las dos familias, permitiendo que los Cabarrús reforzasen su posición en Francia y que los Lecoulteux aumentasen su influencia en España. Contrajimos matrimonio en París, el 21 de febrero de 1788. Mi esposo tenía 26 años; yo, sólo 14. 

Teresa Cabarrús | API/Gamma-Rapho via Getty Images

París, de los salones a la revolución. 

Mi matrimonio me convirtió en marquesa y me permitió poner el pie en la Corte de Versalles. Y aquella nueva vida me abrió pronto de par en par mis ojos de niña para hacerme saber lo que se esperaba de mí siendo la esposa de un dignatario. La primera fiesta en la finca campestre de la familia, situada en Fontenay-aux-Roses, no se hizo esperar, lo mismo que la apertura del oportuno salón, en que las mujeres podíamos recibir y presumir de invitados. Y es que nada daba más prestigio a una dama que recibir en casa lo más florido de París.

Por desgracia, mi matrimonio poco o nada tenía que ver con las fulgurantes veladas que regentaba. Mi padre había aherrojado mi destino al de un hombre bruto y libertino al que acabé aborreciendo profundamente. Por suerte, París estaba plagado de hombres interesantes en cuyo lecho podía consolarme de todo mi pesar y frustración. 

El 2 de mayo de 1789 traje al mundo a Théodore, mi primer hijo, del que las malas lenguas dijeron ser el bastardo del diputado Alexandre de Lameth

Tres días más tarde el rey Luis XVI inauguró en Versalles los Estados Generales, una asamblea extraordinaria en la que los representantes del Clero, la Nobleza y el pueblo llano pretendían hallar la solución a la grave crisis financiera que Francia padecía. 

Mademoiselle Teresa Cabarrús, Marquesa de Fontenay
Grabado de 1830 de autoría desconocida | Vogue

Después de aquello, los acontecimientos se precipitaron. El martes 14 de julio de 1789 el pueblo tomó La Bastilla. Dos días más tarde el rey aceptó la escarapela tricolor revolucionaria con la intención de apaciguar los ánimos. Sin embargo, nada de aquello podía calmar la inquietud que me trasmitía ver al pueblo cantar canciones que festejaban el ahorcamiento de los aristócratas. Y el miedo debió ser compartido por muchos, pues muchos amigos y conocidos comenzaron a abandonar el país en masa. 

A principios de octubre de 1789 el pueblo marchó sobre Versalles, lo que llevó a la Corte a trasladarse a las Tullerías. Le sucedió un periodo de relativa calma en la capital, el cual se alargó hasta la primavera de 1791; en provincias, en cambio, los conflictos se sucedían, debido al vacío de poder. Fue por aquel entonces, en junio de 1790, que mi padre fue detenido en España, acusado por malversación de fondos públicos. 

En el verano de 1791 el empeoramiento de la economía volvió a encender la mecha de un pueblo que hablaba con fervor de patria, igualdad, libertad… En junio de 1791, los reyes fueron sorprendidos mientras intentaban escapar al extranjero para organizar una contrarrevolución, hecho por el que fueron detenidos para mayor enojo de las monarquías extranjeras. En aquel ambiente prebélico, mi esposo y yo barajamos la posibilidad de huir del país, como buena parte de la aristocracia que quedaba aún en suelo francés; al final todo se quedó en palabras. 

Los que pospusimos la huida vivimos con horror los sangrientos sucesos del mes de septiembre de 1792, cuando los parisinos asaltaron conventos y prisiones para linchar a miles de monjas, clérigos y aristócratas azuzados por los líderes revolucionarios; entre aquellos líderes se hallaba un tal Jean-Lambert Tallien, que se convertirá en un punto de inflexión en mi vida unos pocos de meses más adelante.  

El rey Luis fue guillotinado el 21 de enero de 1793; su esposa Maria Antonieta siguió su estela nueve meses después. Luego, en julio, el asesinato del jacobino Marat depositó todo el poder en manos de Robespierre, también jacobino; su mandato dio inicio a uno de los periodos más sangrientos de la Revolución Francesa, que en resumidas cuentas consistía pasar por la guillotina a todo elemento sospechoso de ser antirrevolucionario. No por nada es conocido hoy como El Terror. 

Miniatura de Teresa Cabarrús 
Aguada de 1900 de autoría desconocida | El Prado

Estancia en Burdeos.

A sabiendas de que en provincias el ambiente se había vuelto mucho más amable que el capitalino, por cuyas calles corría la sangre de cientos de almas, mi recién exmarido -nos habíamos divorciado el 5 de abril- y yo abandonamos por fin París con dirección a Burdeos, ciudad en la que vivía Francisco, mi hermano pequeño, y un tío y un primo de mi padre.

Próxima a los Pirineos, Burdeos se me antojaba lo suficientemente alejada de la capital como para permanecer a salvo y lo suficientemente cercana a España como para dar el salto a mi tierra natal. De hecho, mi padre se las había apañado para conseguir desde su celda un pasaporte que me habría permitido entrar en el país. De momento, me instalé con mi hijo en casa de unos tíos. Jean-Jacques, mi ex, se embarcó rumbo a la Martinica sin ni siquiera mirar atrás. En un abrir y cerrar de ojos, la Revolución me había convertido en una madre soltera de veinte años con un niño de cuatro a su cargo y sin apenas posibilidades, ya que el que fuera mi marido se llevó consigo todas mis joyas para financiar su viaje y su nueva vida al otro lado del océano. 

Por desgracia, Burdeos quiso asociarse a otros departamentos federalistas para liberarse del yugo de París, lo cual hizo que la convulsión no tardase en alcanzar mi nuevo hogar. De la noche a la mañana, las tropas revolucionarias se apoderaron de la localidad, que pasó a manos jacobinas. Acto seguido, la capital instaló allí a sus propios representantes, entre los que se hallaba el diputado Tallien, tal exaltado como el propio Robespierre. 

A imagen y semejanza de París, los jacobinos instalaron una guillotina en la que hoy es la plaza Gambetta, la cual estrenaron los simpatizantes girondinos del Consejo Municipal, cuyas propiedades se repartieron el Estado y el comisario Tallien. También crearon un Comité de Vigilancia y un Tribunal Revolucionario, que elaboraron la oportuna lista con los enemigos del régimen; a mi me agregaron a ella por partida triple: por haber buscado asilo en una ciudad federalista, por haber sido marquesa y por haber estado casada con un emigrado, nombre que recibían los que habían puesto los pies en polvorosa.

A estas alturas, cansada ya de esconderme, empecé a dar cobijo y amparo a los ciudadanos perseguidos por la autoridades. Incluso me presenté ante el Comité de Vigilancia para interceder por un primo de mi padre. La gente empezó a llamarme Nuestra Señora del Buen Socorro, blasfemia que no dejaba de tener gracia, teniendo en cuenta mi animadversión ante todo lo religioso. Como era de esperar, allá por el mes de octubre, París me acusó de atentar contra la seguridad del Estado y dictaminó mi reclusión en la prisión de Hâ. Por suerte, el comisario Tallien se la jugó por mí paralizando la orden. En contraprestación, yo me mudé su cuartel general en el Hôtel Franklin y me convertí en su amante.

Como suelo yo decir, cuando atraviesas una tormenta, no eliges tu tabla de salvación. Pero al l menos  en aquella ocasión estuvo encarnada por un hombre guapo y poderoso que, para mayor fortuna, parecía beber los vientos por esta que le habla... Eso sí, yo me tomé la licencia de seguir recibiendo bajo su techo a cuanto ciudadanos en apuros me pidiera audiencia.

Teresa Cabarrús, dibujada por A. Nargeot en el siglo XIX. 

Regreso a París; con un pie en el cadalso.

En febrero del 1794, Tallien tuvo la genial idea de disolver el Comité de Vigilancia de Burdeos con la excusa de reorganizarlo, lo que le valió una carta de desaprobación desde la capital. Esto, en tiempos de Robespierre, equivalía a una sentencia de muerte, lo cual lo incitó a viajar a la capital para limpiar su reputación. Mientras él se hacía con la presidencia de la Convención en el mes de marzo, yo seguía sola en Burdeos, perseguida por los espías del Robespierre.  

En mayo supe de la ley que prohibía a la aristocracia permanecer en puertos y villas fronterizas, lo que me animó a regresar a París e instalarme en Fontenay-Aux Roses, la casa de campo de mi ex marido. Allí supe que sobre mi persona pesaba una orden de arresto. Sin saber muy bien qué hacer, puse rumbo a Versalles. El 22 de mayo caí en manos del general Boulanger y fui a parar a la prisión de La Force, a menudo antesala de la guillotina. De allí me trasladaron a la Prisión des Carmes, otrora iglesia, donde conocí a una dama criolla que respondía al nombre de Marie Josèphe-Rose Tascher de la Pagerie; entablamos amistad enseguida y pronto reconocí en Rose a esa hermana que nunca había tenido. 

En prisión conocimos la aprobación de una nueva ley que negaba el derecho a abogado y sólo nos dejaba dos alternativas al encierro: la absolución o la muerte. 

Temí por mi vida, tanto que soñé con que mi amante viniese a salvarme. Porque yo, Teresa Cabarrús, ya no era nada, sólo la amante de un hombre cobarde que parecía capaz de contemplar con impavidez desde su escaño como le quitaban la vida a la que decía amar tanto. Así me despedí de él en la escueta nota que le dirigí con la esperanza de hacerlo despertar, consciente de que sólo un milagro podía salvarme ya de tan aciago destino... 

Como bien puede suponer, viendo la longitud de este texto, el milagro se produjo. Corría el 27 de julio de 1794, a la sazón 9 de Termidor del calendario revolucionario. Aquel día, Robespierre quiso tomar la palabra en la sesión de la Convención, pero buena parte de sus integrantes lo impidieron, recibiéndolo con abucheos y gritos de tirano. Acabó apresado y pasado por la guillotina un par de días más tarde, llevándose El Terror con él. 

No exagero cuando considero que el 9 de Termidor fue uno de los días más felices de mi vida, ya que fue un poco a través de mi pequeña mano que la guillotina al fin enmudeció. 

La ciudadana Tallien en una celda en la Prisión de La Force
Jean-Louis Laneuville, 1796 | Wikipedia

Entre el Directorio y el Consulado.

Después de dos meses entre rejas, volvía a ser libre, lo mismo que París. Liberada del miedo a la guillotina, la vida explosionó llenando las calles de la capital. Las mujeres recuperamos el espacio de que había sido nuestro durante el Siglo de las Luces, situándonos de nuevo en el corazón de la vida política, intelectual y mundana. Fue así cómo reabrimos los salones y cómo nos deshicimos de corsés y tontillos para enfundarnos atrevidos atuendos de muselina inspirados en la escultura clásica. En la ciudad empezaron a llamarnos Las Maravillosas.

Vestido a la griega, brazos desnudos, pantorrillas al aire, sandalias, pelucas de colores sobre mi cabello corto, un anillo en cada dedo, baños de fresas, frambuesas y leche... Me sentía la más maravillosa de todas las maravillosas de la capital. "Cuando entraba en un salón -apostilló en cierta ocasión el músico Auber- hacía el día y la noche. ¡Día para ella, noche para los demás!".

Antes de que el de 1794 llegase a su fin, acepté la propuesta de matrimonio de Jean-Lambert, convirtiéndome en Madame Tallien, alias Nuestra Señora de Termidor. Al año siguiente traería al mundo a nuestra única hija, a la que llamamos Rose-Thermidor (1795-1862) en honor a mi buena amiga. 

Tras el enlace nos instalamos en una vivienda cercana a los Campos Elíseos, que recibió el nombre de La Chaumière; no era demasiado grande, pero estaba suntuosamente amueblada. Fue allí donde creé mi nuevo salón, que no tardó en convertirse en uno de los más importantes lugares de encuentro político y social de la capital. En él recibía a mis muchas amigas, como Aimée de CoignyJuliette Récamier, todas ellas mujeres de reconocido prestigio, así como a los hombres más poderosos del país; banqueros, políticos, generales y diputados acudían a mi casa en peregrinación. Fue en aquellos días que entablé con general Bonaparte una rápida amistad que bien pudo acabar en algo más serio, de no haber sido por la interferencia de mi amiga Rose, últimamente más conocida como Josefina

Teresa Cabarrús en 1797-98 | Atribuido a Adèle Varillat | Wikipedia

Sin embargo, no todo eran luces en aquellos días de fiestas y lujo. También había sombras muy espesas; sombras que a menudo tenían el rostro de mi propio marido. La muerte del otrora delfín Luis, hijo de Maria Antonieta, solitario, hambriento y cubierto de llagas en una celda del Temple, me rompió el corazón. Ni dos meses más tarde, en julio, sobrevino la decisión de Jean-Lambert de fusilar a los 750 emigrados capturados por intentar su particular e inútil contrarrevolución tomando la península de Quiberon. Algo comenzó a romperse entre nosotros, pues mucha era la sangre que manchaba ya las manos de mi esposo.

En octubre de 1795, la nueva Constitución dio paso a un nuevo órgano de poder, el Directorio. Jean-Lambert fue incapaz de hacerse con un lugar en el recién nacido ejecutivo y hubo de conformarse con un triste asiento en el Consejo de los Quinientos. Consciente de su pérdida de prestigio, decidió unirse a la expedición que el general Bonaparte organizó a Egipto y yo me vi el cielo abierto. 

Por supuesto, seguí organizando mis concurridas veladas en su ausencia, lo cual me permitió tirarle los tejos a Paul Barras, uno de los integrantes del Directorio. No tardé mucho más en meterme en su cama. Sin embargo, esta vez no lograría ejercer influencia política alguna sobre mi amante, el cual aborrecía que las mujeres fuesen más allá de su papel tradicional. Nuestra relación estaba, por tanto, destinada al fracaso desde el principio. 

Madame Tallien en los Jardines de las Tullerías, grabado en tono satírico de 1799 | Wikipedia

El 9 de marzo de 1796, asistí a la boda de Josefina y Napoleón. Fue un día feliz, aunque también un tanto incómodo, pues tanto mi esposo como mi amante asistieron al evento en calidad de invitados.

A parte de esto, yo permanecía feliz en mi burbuja, extrayendo de la vida todo el jugo que me era posible. Torpemente, no vi que las fiestas, el lujo y los excesos habían empezado a deslucir mi figura. Muchos en París empezaron a observarme con recelo, desde el más humilde de los ciudadanos hasta el más poderoso de los hombres. Algunos me compararon con Maria Antonieta. Otros me insultaron atribuyéndome un nuevo apelativo, el de Nuestra Señora de Septiembre, en alusión a los linchamientos acaecidos en 1792, incitados en parte por mi marido. Paul, sin embargo, estuvo más avispado que yo y se alejó de mí sin miramientos, acusándome de demandar demasiados lujos.

La Confidencia, retrato de Thérésa Cabarrús y Juliette Récamier, obra de Marguerite Gérard, 1801 | Wikipedia

Fue entonces que, en el transcurso de una cacería organizada en el Grosbois, me tropecé con Gabriel Ouvrard, un multimillonario que había amasado su fortuna especulando con los suministros del ejército en los inicios de la revolución. Era el otoño de 1798 y ambos nos volvimos asiduos tan rápidamente que apenas seis meses después de conocernos Gabriel me hizo acomodar en el recién alquilado castillo de Raincy. Junto a Gabriel traería al mundo a cuatro hijos más, a razón de uno por año: Clémence (el 1 de febrero de 1800), Jules Adolphe Édouard (el 19 de abril de 1801), Clarisse Gabriel Thérésa (el 21 de mayo de 1802) y Stéphanie Coralie Thérésa (el 2 de diciembre de 1803).

Entre parto y parto, conseguí el divorcio, lo cual no fue suficiente excusa para contraer matrimonio con Gabriel. Además, Francia retumbó una vez más al son del enésimo golpe de estado, esta vez perpetrado por Napoleón. El Golpe, acontecido el 18 de Brumario, se llevó por delante al Directorio y, con él, a Paul Barras; el lo personal, supuso la ruptura con Napoleón, que pasó de tenerme en alta estima a vetar mi presencia en su corte, prohibiendo incluso a mi amiga que frecuentara mi presencia. 
Autorretrato con Ouvrard y sus hijos, pintado por Teresa Cabarrús | Academia Colecciones

Retiro en Chimay.

Fue a través de madame de Staël, también vetada de la Corte, que conocí a François de Riquet, conde de Caraman, con quien coincidí aquel día en su salón. Como yo, François amaba la música y conectamos enseguida. Debió acabar seriamente enamorado el conde pues, formalizada la relación, desoyó las recomendaciones de su familia y obvió la complicada situación legal en la que me había dejado las leyes promulgadas por Napoleón, las cuales habían anulado la validez de los divorcios y me habían hecho retroceder a mi situación de esposa del marqués de Fontenay.

Una vez anulado mi primer matrimonio por el arzobispado de París, François y yo contrajimos nupcias el 9 de agosto de 1805. Acto seguido nos refugiamos en el castillo que había heredado en 1804 en Chimay, hoy villa de Bélgica. Allí, lejos de una París que me era extraña, traje al mundo a tres hijos más y me volqué en la crianza, en las obras benéficas y en la celebración de veladas musicales que, aunque parecían pequeñas, lo eran sólo en apariencia, pues contaron con la presencia de músicos de no poco prestigio.  

Teresa Cabarrús | Litografía de c.1825 |  Wikipedia

Desde aquella relativa lejanía, asistí al auge y a la caída de Napoleón, a la restauración de la monarquía borbónica y a la revolución de 1830. Llegaron a mis oídos habladurías sobre la muerte de Tallien en París, allá por el otoño de 1820, fallecido de lepra y en la más absoluta miseria. En 1830 viajé a Francia por última vez, para asistir a al estrenó del melodrama histórico titulado Robespierre, en el que yo aparecía como uno de sus personaje. 

La muerte me sorprendió en mi refugio en el castillo de Chimay, un frío 15 de enero de 1835, a los 62 años. Me emociona saber que tuve un entierro multitudinario y que muchos de aquellos a los que ayudé en alguna ocasión vinieron a darme su última despedida. Mi cuerpo descansa hoy bajo la sacristía de la iglesia de Chimay, junto al de mi esposo, que me sobreviviría casi una década. 

Teresa Cabarrús, retratada por François Gérard | Wikipedia

Fuentes:

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