Ir al contenido principal

Luisa de Carvajal y Mendoza (1566-1614)

Soy Luisa de Carvajal y Mendoza y, aunque no reconozcáis mi nombre, fui una de las más celebres poetas místicas de España y adalid de la causa católica durante la persecución anglicana.


Vine al mundo en la cacereña villa de Jaraicejo, el 2 de enero de 1566, en una casa palacio de la calle Talavera, en el seno de una familia noble. Mi padre era Francisco de Carvajal y mi madre, María de Mendoza, mujer piadosa y temerosa de Dios y hermana de Francisco Hurtado de Mendoza, a la sazón conde de Monteagudo y marqués de Almazán. Nací siendo la primera niña de la familia tras cinco varones, de los que sólo sobrevivía uno de ellos en el momento de mi nacimiento.

No pasé demasiado tiempo en mi localidad natal, pues pronto destinaron a mi padre a León como corregidor. De aquellos días recuerdo la devoción que por mi madre albergaba y el padecimiento que significó su pérdida, pues falleció víctima del tifus cuando yo sólo tenía seis años. Poco después la siguió mi padre, que también contrajo la enfermedad, quedando mi hermano Rodrigo y yo solos en el mundo. 

Marché entonces con una tía abuela materna, María Chacón, aya de las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Durante este tiempo residí en el Palacio Real de Madrid, donde aprendí a leer y compartí juegos con las infantas.

En 1576 también mi tía abuela falleció, haciéndose cargo de mí mi tío Francisco, hermano de mi madre. Sin embargo, hallándose mi tío fuera de España en su labor de embajador, me hicieron instalar en la fortaleza de Monteagudo junto a mis primas, bajo la supervisión de Isabel de Ayllón, una aya severa que a menudo pellizcaba mis carnes y las golpeaba para corregirme. 

Al regreso de mis tíos, marché con ellos a Almazán, en Soria, donde residí hasta 1579. Ese año mi tío fue nombrado virrey de Navarra, motivo por el que se trasladó a Pamplona para ejercer su cargo. Instalado ya allí, mi tío me hizo llamar a su lado; pero no requirió ni a su esposa ni a sus hijas ni a ama de llaves alguna que me acompañase. 

Mi estadía junto a mi tío dejaría en mi alma y en mi cuerpo marcas que perdurarían siempre. No en vano, durante los siguientes diez años me sometió a una dura penitencia cargada de humillación y dolor físico, inoculando en mí el deseo de alcanzar a Dios a través del martirio. En ocasiones, ese martirio se limitaba a esperar el regreso de mi tío encerrada bajo llave en mi aposento. Pero tampoco era extraño que acabase atada del cuello y las muñecas a una columna y azotada por mi criada, la cual podía golpear mi cuerpo desnudo con cuerdas de vihuela un centenar de veces si no más en cada disciplina. En ese tiempo de padecimiento, mi alma se curtió y mi cuerpo se quebró al tiempo que mi mente se nutrió con la lectura y el estudio de los clásicos y también de los martirologios, placiéndome sobremanera los libros que advertían de los horrores del infierno y alababan el amor y el dolor de Cristo.  

Imbuida de todo el conocimiento con el que mi tío me cinceló a su imagen y semejanza, en 1591 obtuve su permiso para vivir por mí misma en compañía de algunas criadas. Y es que, a pesar de mi juventud, era ya más que consciente del lugar que ocupaba en el mundo y no, no estaba dispuesta a sacrificar las prerrogativas que mi noble abolengo podía otorgarme en el altar del matrimonio, pues no era mi afán servir a ningún hombre, los cuales, dicho sea de paso, me resultaban alto desagradables por mucha que fuese la beldad que atesoraran. Si bien, tampoco estaba en mi espíritu el recluirme en un convento para honrar a Dios amasando frituras y panes. Era un hecho evidente que para mí sólo había un camino posible: la vida religiosa seglar.

Retrato de Luisa De Carvajal y Mendoza, realizado por Juan de Courbes para la biografía escrita por Luis Muñoz | Wikipedia

El 18 de diciembre de 1591 falleció mi querido tío el marqués y poco después también su esposa la marquesa. Entonces reclamé mi herencia paterna, litigio que me llevaría años resolver. Fue en aquestos días que abandoné el sórdido mundo nobiliario, vestí hábito y me consagré a Dios, haciendo voto de pobreza, obediencia, mayor perfección y martirio. Comencé a comulgar a diario y los momentos de éxtasis se hicieron más frecuentes.  

Me instalé por un tiempo en Madrid, en una humilde casa de la calle Toledo, junto a mis antiguas criadas, con las que conviví en igualdad de condiciones en virtud de mis votos. Barría, lavaba y cocinaba a la par de ellas y, cuando los quehaceres me dejaban espacio, componía poemas para honrar mi amor por Cristo.

En 1602 me mudé a Valladolid para seguir de cerca los litigios que mantenía a cuenta de mi herencia. Allí me dispuse a reclutar toda mujer noble que estuviese dispuesta a acompañarme a tierras inglesas, donde los fieles católicos estaban siendo perseguidos a causa de su fe, como lo fueran en los tiempos de la antigua Roma.

Una vez ganado el pleito, renuncié a mi herencia a favor de la misión jesuita de Inglaterra, a la que legué un total de catorce mil ducados. Zanjados los asuntos monetarios y redactado mi testamento, era llegado el momento de saciar los grandes deseos de martirio que albergaba desde mi juventud.

Así, habiendo aprendido el inglés justo para poder ejercer la misión con mayor eficiencia, partí al encuentro con mi destino hacia tierras inglesas el 24 de enero de 1605. Tan pronto como desembarqué, después de cinco meses de viaje, me puse en contacto con los jesuitas, con los que me asocié para llevar a cabo mi labor. No mucho después de mi llegada, en el mes de noviembre, aconteció la conocida como la conspiración de la pólvora, en la que algunos ciudadanos pro-católicos intentaron hacer volar por los aires el Parlamento para acabar con la vida del rey Jacobo; así de enrarecido era el clima político en aquel país.

En los siguientes nueve años de estadía en Londres me entregué a la causa católica. Visité a clérigos y legos católicos encarcelados, acogí a los ciudadanos perseguidos bajo mi techo y recorrí las sucias y agitadas calles londinenses denunciando la persecución que los anglicanos estaban ejerciendo contra los fieles católicos, convirtiéndome así en adalid del catolicismo aquellas tierras. Tan decidida me vieron en mis acciones que los anglicanos llegaron a acusarme de ser un hombre disfrazado de mujer. 

Ni que decir tengo que aquello atrajo sobre mi persona la atención de las autoridades protestantes y despertó la preocupación del clero católico, consciente de que mis actividades eran un riesgo para mi misma. De hecho, así me lo advirtieron. Si bien, éste era un extremo que había asumido desde el mismo momento en que me embarqué en semejante empresa. 

Al final, mi noble origen no fue impedimento para que mis huesos fuesen a parar a la prisión hasta en dos ocasiones, una en 1608 y y otra en 1613, estando mi segundo encarcelamiento a punto de provocar un conflicto diplomático entre Inglaterra y España. Aquello hizo que el rey español ordenase mi inmediato regreso en cuanto fuese puesta en libertad. 

Al salir del presidio, el embajador de España en Londres me acogió en su casa, conmovido por el empeoramiento de mi frágil salud. Bajo su techo fallecí el mismo día de 1614 en el que cumplía años. Mis restos no regresarían a España hasta el año siguiente, en agosto de 1615, gracias a la mediación de mi vieja amiga Mariana de San José, que consiguió que mis restos fuesen enterrados en el Real Monasterio de la Encarnación de Madrid, fundado por ella misma. 

Tras mi muerte, familiares y amigos de la Compañía de Jesús recopilaron mis poemas, pero al cabo de un tiempo éstos se evaporaron en el espacio y en el tiempo junto con mi nombre. Ni un sólo escrito original me sobrevivió; de ellos sólo quedan hoy los retazos que otros recogieron. Mejor suerte corrieron, sin embargo, mis cartas y mis memorias, redactadas cuando rondaba la cuarentena para satisfacer la petición de mi confesor; de tales escritos han perdurado un buen número, aunque sin despertar demasiado interés hasta hace bien poco.

Retrato de Luisa Carvajal y Mendoza | Zenda

Fuentes:

Más información:

Comentarios

Entradas populares de este blog

Frances 'Fanny' Burney (1752-1840)

Soy Frances Burney y unos pocos me recuerdan como la madre de la novela de costumbres y como referenta de la escritora Jane Austen . También escribí obras de teatro que, tachadas de inconvenientes, apenas fueron representadas en vida; un diario que se ha convertido en una fuente imprescindible para los estudiosos del siglo XVIII en Inglaterra; y un número ingente de cartas que han visto la luz recientemente. Vine al mundo en King's Lynn, en el condado de Norfolk, al este de Inglaterra, un 13 de junio de 1752. Mi padre era el famoso compositor, musicólogo y viajero Charles Burney (1726-1814). Mi madre era Esther Sleepe (1723?-1762), empresaria y fabricante de abanicos hasta que contrajo matrimonio. Yo era la tercera de seis hermanos: Hetty (1749-1832), James (1750-1821), Susy (1755-1800), Charlotte (1761-1838) y Charles (1757-1817). Nada más llegar a King's Lynn, mi padre, músico de la capital, fue calurosamente acogido y contratado por la gente acomodada de la ciudad, l

Las Gibson Girls

Soy una de tantas Chicas Gibson, que es como llamaron a las jóvenes que nos esforzamos por encajar en el estereotipo de belleza imperante en las décadas de 1890 a 1920.  · Tres jóvenes luciendo peinados Gibson © Getty  ·  Las Chicas Gibson deben su nombre al dibujante satírico Charles Dana Gibson... Sí, un arquetipo de belleza femenina que obtuvo su nombre gracias a un varón; no digáis que no da qué pensar...  Para conocer el origen de esta historia hay que remontarse al año 1890, momento en el que el dibujante, de regreso en Nueva York tras haber pasado un tiempo en Europa, dio vida a su primera chica de dos dimensiones para un ejemplar de la revista Life. Su creación estaba influenciada por la estética de la Belle Èpoque parisina, que imponía a la mujer el uso de ajustados corsés que moldeaban su cuerpo para conseguir una cintura de avispa. Pero su intención no era retratar una mera tendencia estética, sino también una nueva tendencia social: el movimiento de la "Nueva Mujer&quo

Sarah Burney (1772-1844)

Soy Sarah Harriet Burney y, aunque mi nombre casi se ha borrado de la historia de la literatura, obtuve reconocimiento como novelista y mi escritura me permitió mantenerme como una mujer autosuficiente toda mi vida.  Vine al mundo el 29 de agosto de 1772 en Lynn Regis, hoy King's Lynn. Mi padre era el musicólogo y compositor Charles Burney. Mi madre era Elizabeth Allen, casada con él en segundas nupcias tras enviudar. Decir que mi familia era una familia numerosa sería quedarse corto. Mi padre había aportado a ella seis hijos de su primer matrimonio: Hetty , James , Fanny , Susy , Charlotte Ann y Charles . Mi madre había aportado tres: Mary , Stephen y Bessie . Como fruto de su unión vinimos al mundo mi hermano Richard Thomas y, por último, esta que os habla.  No tengo recuerdos de aquellos primeros años con mi familia, ya que fueron unos parientes de mi madre los que se encargaron de mi crianza hasta 1775, momento en el que pude instalarme con mis padres. Yo tenía entonces tres